"(...) Empezaré diciendo que entonces éramos otros. Entonces éramos diferentes, no por una cuestión de edad y de tamaño y de ideas, sino porque los que habitan ese efímero planeta de la Nebulosa de Nunca Jamás conocido como Infancia (la única patria posible y, al mismo tiempo, un lugar cuyos habitantes se extinguen enseguida, un sitio que desaparece para unos para así poder ser poblado una y otra vez por otros, por los que siempre vienen detrás, como ocurría con ciertas ciudades aztecas súbitamente abandonadas) son siempre animales extraños, criaturas que nunca se quedan quietas a la hora de ser capturadas y clasificadas para el bestiario de turno. Seres completamente distintos a los que llegan a convertirse, porque, entonces, sorpresivamente duros y fuertes - porque es durante la infancia cuando, contrario a lo que suele creerse, somos más poderosos y resistentes a todo-, no sospechan que con el tiempo se irán ablandando, volviéndose más temerosos y fragiles. Caemos desde árboles, dormimos en el suelo, sangramos poco, cicatrizamos rápido, nos revolcamos felices en nuestra propia mierda, lloramos de risa, las enfermedades apenas se detienen en nuestro cuerpo a beber un cocktail febril y siguen su camino, nos encanta cumplir años porque ese día confirma la brevedad de lo que ha sido y el infinito de lo que será y todavía está tan lejos esa primera noche en que, por primera vez, dejamos de pensar en el futuro para refugiarnos en una imprecisa revisitación de nuestro pasado. Cuando somos nuevos no enjevecemos: Crecemos.
Como tumores.
Como Sea Monkeys.
Somos inmortales durante nuestro principio. Somos invencibles. Lo sabemos todo porque no hay mucho que saber. Somos puro Capítulo Uno. Conocemos lo básico, lo que realmente importa, lo imprescindible: reglas simples para sobrevivir en la jungla de nuestros días breves pero intensos en los que intuímos a la perfección quiénes son nuestros amigos y nuestros enemigos. Entonces nuestras flamantes antenas captan sin dificultad el lenguaje secreto del universo. Con los años -con el ruido blanco del conocimiento de lo inútil, con la estática de la información innecesaria y el paulatino aproximarse de la muerte- nos vamos convirtiendo en personas cada vez más ignorantes y temerosas de puertas que mueve el viento o de teléfonos que suenan en la oscuridad del centro exacto de la noche. Así, a la hora incierta de recordar con tristeza nuestro vigoroso ayer, no somos más que astronautas corruptos de una luna inocente en cuya espalda alguna vez plantamos una bandera y desde la que todo nos parecía más grande y majestuoso, no porque, como se piensa, nosotros fuéramos más pequeños que las habitaciones que nos contenían, sino porque nuestra capacidad de asombro, no era, todavía, el ejercicio de un músculo pequeño y difícil de ubicar sino un latido constante al que alcanzaba con cerrar los ojos para sentirlo adentro de nosotros, marcando el tiempo de los hombres y la velocidad de las cosas. Sí, nuestro pasado más remoto estaba tan próximo y era tan breve y preciso que se confundía con lo acontecido horas atrás mientras nos deslizábamos por un presente más largo que todo el futuro. Por eso es durante la infancia cuando más nos atrae el rugir de los motores de la ciencia-ficción: el antes es ínfimo; el ahora no es más que una sucesión de fotogramas; el después lo es todo y por eso no es extraño que, a medida que crecemos, el futuro nos interese cada vez menos y nos provoque menos interrogantes porque, sí, comenzamos a comprender que nunca llegaremos a ser parte de él.(...)"
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